Pablo Echenique, físico del CSIC, nació con atrofia muscular espinal. Hoy aspira a ser el presidente de Aragón tras las elecciones del día 24 de mayo

Primero se oye el suave zumbido de la silla. Luego aparece él, recién levantado. Su esposa, Mariale, se queda en la cama un rato más. “Enchanté”, pronuncia en francés al estirar levemente sus dedos para estrecharte la mano. Son las nueve de la mañana y su madre, que vive con ellos en una planta baja adaptada de 65 metros cuadrados con rampas y puertas que se abren automáticamente, le trae un café y unas galletas. “Má, colócame el brazo, por favor”. Con un punto de apoyo para el codo en la silla puede comer, pero no sostener un vaso de agua o la taza de café. Pablo Echenique-Robba (Rosario, Argentina, 1978), candidato de Podemos a la presidencia de Aragón en las próximas elecciones, necesita ayuda para hacer prácticamente todo desde que nació con atrofia muscular espinal. Le alcanza para escribir en un teclado, mover las manos o controlar el mando de la silla con la que te deja atrás a 13 kilómetros por hora por el carril bici de Zaragoza. “Es una de las ventajas de la discapacidad”, bromea. La ironía y sentido del humor gamberro forman parte de su rebelión permanente contra la enfermedad. Le ha servido siempre para que lo extraordinario parezca todo el tiempo normal.

Una paradoja casi científica configura el carácter de este físico del CSIC en excedencia. Echenique necesita más tiempo que los demás para casi cualquier propósito, pero normalmente termina haciendo más que el resto. “He tenido que pensar mucho en cómo optimizar los procesos. Soy un friki de la organización. Me pongo muy nervioso si veo que algo se puede hacer más rápido, con menos coste, menos problemas…”. La enfermedad con la que nació se lleva por delante a la mayoría de los niños que la padecen. A él le dejó una discapacidad del 88%. Así que prioriza y descarta. Es una cuestión de eficacia, sostiene. Esa obsesión y el rigor científico por mejorar los procesos puede que también le empujaran a encabezar el famoso sector crítico de Podemos, que exigía una organización más democrática a Pablo Iglesias. Se le quedó el cartel de verso suelto. Y también disparó su popularidad. “La prensa enmarcó el debate de Vistalegre como una batalla a muerte. Era como un capítulo de Juego de Tronos. Un Pablo debatiéndose con el otro a muerte”, bromea mientras apura el café.

La silla impone al principio. Y puede que distorsione la manera de acercarse al político. “La gente piensa que por ir en silla de ruedas eres buena persona, pero mira Wolfgang Schäuble [el ministro de Finanzas alemán]”, dice con una carcajada. Y quizá incluso sus oponentes a veces moderan un tanto su repertorio de ataques, admite él en un taxi adaptado de camino a una reunión en la sede Podemos. “Es verdad que mi condición distrae un poco”. Quizá por eso algunas fuentes consultadas prefieren el anonimato para que su declaración no se limite a un mero formalismo cordial. A su indiscutible valía científica (es doctor en Física, especialista en la rama cuántica y molecular), algunos excompañeros del parlamento europeo –socialistas y populares- añaden como comentario que encuentran en él una cierta falta de profundidad y articulación en su discurso político. “De los cinco que comenzaron de Podemos, era el que tenía el trato personal más agradable. En el ámbito de la investigación quizá sabe mucho, pero en lo político me parecía algo limitado. Muchas intervenciones se despachaban al final con el típico discurso de lo mal que lo hacen los dirigentes y la casta europea”, opina un eurodiputado socialista por teléfono. En cualquier caso, no sería demasiado extraño en alguien que hasta el 27 de enero de 2014, cuando conoció a Pablo Igesias en Zaragoza, no podía imaginarse que acabaría siendo un político. Aunque a él no le guste que le llamen así.

Bruselas fue el primer contacto. La escuela, del algún modo. Junto al hombre de la silla de ruedas aparece en todas las grabaciones del Parlamento Europeo de aquel año una mujer morena, siempre callada. Es Mariale, el amor de su vida. Bióloga molecular, venezolana, 33 años. Durante 10 meses fue su mano derecha en la aventura europea. Y es casi literal. Porque cada vez que tocaba votar a mano alzada una propuesta, ella levantaba la suya. Siempre juntos. En la última época de Bruselas, una ciudad poco adaptada para un discapacitado físico, él ya hacía más vida con Mariale y su círculo cercano que con otros políticos. Tampoco con sus compañeros de Podemos, un tanto distanciados por las disputas internas. Llegaban derrotados a casa, algunos días tomaban unas pizzas con amigos y volvían a trabajar al día siguiente. Algunas mañanas, si hacía sol, ella iba en bici al Parlamento y él a su lado en la silla.

Se conocieron dos años antes en la universidad. Una mañana, buscando su nuevo despacho, Echenique se cruzó con una morena de ojos verdes que salía del laboratorio. Se hizo el despistado, pidió ayuda y terminaron hablando por Facebook después de que ella le mandase una solicitud de amistad. Al cabo de poco la invitó a cenar a un restaurante francés y a un concierto benéfico de música de cámara. La cita acabó en casa de Pablo escuchando a la Sinfónica de Venezuela y hablando del talento desbordante del director Gustavo Dudamel. Debió ser el último día que durmieron separados. Mariale se mudó con él y su madre. “Lo viví de una forma muy natural. A medida que pasaba el tiempo era un descubrimiento nuevo. No me supuso ningún problema, ni ningún impacto”, recuerda ella. Su habitación está llena de declaraciones de amor del uno al otro. Hay una foto en la que ambos aparecen desnudos y que ella tiene en su perfil de twitter. Al cabo de unos tres meses se casaron en Tenerife con solo dos testigos. Cuando todo esto pase, dicen, tendrán hijos.

Mientras tanto, Podemos se lleva todo el tiempo de la pareja. Por eso ella aparcó su doctorado y él dejó su puesto en el CSIC y pasó a ganar menos dinero como eurodiputado. Iglesias fue quien despertó su adormecida genética política, admite él. Hasta entonces se había indignado como media España y había llegado a explorar otras opciones políticas como Ciudadanos. Incluso fue a un par de reuniones. La música sonaba bien, pero la letra no tanto. “La parte democrática y de regeneración me llamó la atención. Pero en materia económica planteaban las ideas del neoliberalismo y me aparté”, recuerda. Probó más tarde con Equo, y tampoco acabó de cuajar. Ahí el problema era otro. “Tenían un buen programa, buena gente, buenas intenciones… pero no me pareció que hubiera voluntad de gobernar. Existía este espíritu que hay en algunas fuerzas de que no te importa perder las elecciones. Y para mí el problema actual es una emergencia humanitaria. Uno no puede estar diciendo mi proyecto político aspira a cambiar la sociedad en 20 años, no es justo con la gente que lo pasa mal ahora. Es conformarse con la subalternidad”. Y para eso no cruzó el charco con 13 años.

Echenique creció en una familia de clase media-baja en Rosario (Argentina). Su madre era abogada y su padre, que se fue antes que ellos a España, asesor fiscal. Prácticamente nació en una silla de ruedas, pero se pasaba el día en la calle, jugando junto al río Paraná y quemando etapas en el colegio a la velocidad de la luz. A los tres años ya sumaba, dividía y leía perfectamente, recuerda su madre. Tenía un coeficiente muy por encima de la media. “No me acuerdo, 140 o así. Con seis años quisieron adelantarle varios cursos, pero Pablo se negó para seguir con sus amigos”, señala Irma mientras su hijo prepara el discurso de la tarde encerrado en su cuarto y ella cocina. A los 13 años ella decidió que dejaban Rosario y se marchaban con su otra hija a España. Buscaban una sanidad y una educación mejores. Empaquetaron su vida, metieron en los transportines a su perra Nube y a su gato Chusy y se subieron a un avión sin billete de vuelta. De lo que dejaron atrás no queda nada más que el mate que todavía bebe Irma y algún rastro del acento que a Echenique se le escapa cuando se junta con algún compatriota. Nunca más volvió a Argentina.

En parte porque volar es un calvario. Ninguna aerolínea permite subir en silla de ruedas a la cabina. Hay que dejarla en la bodega Y la de Echenique pesa 150 kilos, está motorizada y cuesta 8.000 euros. Siempre terminaba rota. Además, lleva un asiento con el molde de su cuerpo que hasta hace poco no podía ni colocar en la butaca del avión. Y todo son largas esperas. “Viajar era lo único que algunas veces no hacía con nosotros”, recuerda Jesús Gómez, un amigo de la universidad. En su despacho, este excompañero rememora las tardes en la sala de conciertos el Zorro que pasaban con el Sudakilla –así le llamaban y así complementó su nombre en la orla de final de carrera- o cómo dieron con la fórmula para uno de sus mejores artículos científicos justo antes de un concierto de Metallica. En lo de viajar, como en muchas otras cosas, lo de Mariale fue un apoyo fundamental, cuenta este amigo.

Por tierra, los viajes de Echenique son más prosaicos. A las cinco de la tarde, un artefacto rojo con ruedas y 360.000 kilómetros a cuestas espera en la puerta de su casa de Zaragoza. “Ya está aquí la Funga”, avisa él. Su equipo llama así a esta furgoneta porque, antes de que se la regalase un amigo, perteneció al fiscal jefe de la Audiencia Nacional, Eduardo Fungairiño. Nada menos. A él le encantaría conducir, pero un coche adaptado a su discapacidad le costaría 100.000 euros. Así que varios voluntarios de Podemos se turnan para llevarle a los actos de campaña. La Funga, llena esta tarde hasta la bandera, no pasa de 90 por hora en las subidas. Hoy toca Calatayud.

Con estos viajes que realizaron durante toda la precampaña (dos por semana) y que siguen haciendo, su equipo busca penetrar en zonas alejadas de las grandes ciudades, donde el partido, de un carácter marcadamente urbano, tiene menos calado y donde se deciden dos tercios de la cámara aragonesa. Por eso, pese a tener un mayor porcentaje de intención de voto que el PSOE en la encuesta de Metroscopia, Podemos sería la tercera fuerza política en el Parlamento aragonés. Ellos lo saben y trabajan minuciosamente esas áreas, con la presencia y con el discurso. Al bajar ya le aborda la gente. “Yo soy de los tuyos, no de Iglesias, ¿eh?”, le suelta uno. Él sonríe, pero no entra al trapo. Eso es pasado. Ya en el acto, le espera una sala con unos 200 militantes de Podemos. Les habla de hacer llegar la fibra óptica al último pueblo del Pirineo, de tomar las riendas, de perder el miedo. Está aprendiendo a articular los discursos. De momento, no impresiona demasiado cómo dice las cosas. Pero sí convence lo que dice. “Somos gente normal haciendo política, ese es nuestro secreto”. Aunque en su caso, justamente eso, puede que no sea del todo cierto.

El País, DANIEL VERDÚ

Martes, 12 de mayo de 2015

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